Sebastián sonrió al observar cómo Salvador giraba la cabeza, como un niño, diciendo que no, “entonces vamos de nuevo al parque, ¿va?”, dijo Sebas, como aliviado de tener un interlocutor durante más tiempo. Caminaron una cuadra. Papo se erguía cual galgo; secretamente siempre había pensado que era un perro enorme, digno de respetarse, y como tal se comportaba, esta vez no brincaba como Tambor, el amigo de Bambi, caminaba elegante y apacible, permitiendo a sus compañeros conversar sin distracciones.
Dieron un par de vueltas en el parque, rodeando de manera divertida los charcos con lodo, que los tres evitaban: las sandalias y la estética canina nunca se llevaban bien con el lodo. Mientras Sebastián explicaba las actividades que le daban de comer, en el departamento de finanzas de una automotriz transnacional, Salvador le escuchaba con una concentración extraordinaria, con ese poder que tienen pocas personas en el mundo para hacerte sentir único mientras te escuchan, como si fueras la última persona en el mundo, como un zar dictando una nueva ley o Moisés leyendo las tablas bíblicas… Sebas se sentía valorado, especial.
No había pasado más de media hora de caminata, cuando se sentaron en la fuente, una extraña fuente de piedra, que emulaba un arrecife natural en el centro de un lago, con un pequeño puente de madera que, extrañamente, no tenía dirección, que comenzaba del lado izquierdo de las rocas, pero se detenía abruptamente en el otro extremo, sin dejar a los que lo cruzaran efectivamente hacerlo. “Este puente está cagado, ¿no? No lleva a ningún lado”, le dijo Salvador. Él respondió que sí, “por eso me gusta, a veces las ilusiones son más bonitas que la realidad”.
En ese momento, la noche parecía haberse detenido, no repararon en los corredores nocturnos del parque, o en el taxi que abordaba una joven pareja en la esquina, en ese momento sólo eran ellos dos… y Papo, quien brincó en ese momento sobre Salvador, rasguñándole débilmente la pierna, provocando que éste se inclinara un poco sobre Sebas… Y así, de la nada, sin advertencia alguna, se besaron. Papo los observaba desde el piso, sentadito en dos patas, parando las orejas, como si estuviese presenciando algo sumamente importante y, al mismo tiempo, incomprensible. Se besaron sin importarles la gente que pudiera haber alrededor, sin importar lo que pensaran la noche o el perro, sin importar que llevaran sólo unas horas de conocerse, porque esas horas parecían una vida.
El beso fue largo, lo suficientemente húmedo para hacerlo atrevido y lo suficientemente respetuoso para hacerlo oportuno. Al terminar, Sebas bajó la mirada, sonriendo, luego levantó la cabeza hacia atrás y vio a Salvador observándolo, “¿Qué tengo?”, dijo nervioso, “Nada, pero acabas de besarme”. Sebastián sonrió y respondió “Hey chavo! Perdóname pero tú me besaste!” y comenzaron de nuevo un juego que les llevó otros tres minutos de sonrisas discutiendo quién besó a quién, hasta que, de la nada, Salvador lo besó de nuevo, esta vez sujetándolo por la cintura, con más fuerza, repitiendo esa magia del primero y multiplicándola por dos. “Ahora sí te besé, ¿cómo ves?”, dijo Salvador. Él lo abrazó, se sentía tan bien estar en los brazos de alguien de nuevo…
De pronto recordó que Papo los esperaba, y al voltear hacia abajo, vio que el enano corría hacia debajo de la fuente, durante el segundo beso (¿o tal vez durante el primero?), le soltó la correa y ahora iba brincando como liebre hacia quién sabe dónde. Sebastián se incorporó y fue tras él, gritándole “Hey Papo, ven acá, cabrón!”, palabras que de alguna manera, el schnauzer ya conocía, así que se detuvo, dándole oportunidad de alcanzar la correa y darle dos vueltas en la muñeca.
Antes de voltear a buscar a Salvador, se percató que ya estaba a su lado, agachándose para rascar la cabeza del perro, algo que tanto le gustaba y con lo que todo el mundo se ganaba su cariño. “Ya me tengo que ir, este cabrón me va a volver loco”, dijo Sebastián, “¿ahora sí me das tu teléfono?”. Salvador volvió a girar la cabeza como en la puerta del café, desconcertándolo, haciendo que su mente no dejara de dar vueltas pensando qué podía haber hecho mal para que no le quisiera dar su número, pero si se acababan de besar, por Dios!
“Te invito a mi casa”. Sebastián no supo que responder, era domingo, mejor dicho, ya era lunes, era la una de la mañana y había que estar en la oficina a las nueve. “Me encantaría, Chavito, pero mañana trabajo, bueno, al rato… ¿podemos dejarlo para después?”. Salvador no respondió. Se produjo un silencio que ninguno de los dos supo detener, hasta que Papo ladró y, de nuevo, salvó la noche. “OK, ¿qué tienes que hacer digamos…. mañana?”. Sebas sonrió, diciendo irónicamente “Me parece muy precipitado, pero veremos qué huequito puedo hacer en mi agenda para que…”, y fue abruptamente detenido por un beso, otro beso que no lo dejaba despertar de su sueño.
Intercambiaron números, Sebas y Papo llevaron a Salvador a su coche, alegando que ellos venían acompañados el uno del otro. Se dieron un último beso antes de que él subiera a su Explorer gris. Luego Sebas llevó a Papo al coche. El camino de regreso se sintió cortísimo, inmediato. Decidió tomar la ruta número tres de las muchas que lo conducían a casa, por el Periférico, por el distribuidor que lo dejaba ver la ciudad desde arriba y sentir el viento fresco sobre su rostro, porque siempre bajaba el cristal de la puerta de su lado al manejar.
Al dar vuelta para tomar el distribuidor vial, Sebastián evitó ver la Gran Torre, ese edificio enorme, el más alto de la ciudad, que se encontraba a la vuelta del departamento de Santi, pues cada vez que veía dicha construcción, desde cualquier parte de la ciudad y haciendo lo que estuviere, comenzaba a pensar en Santi y en sus palabras, en sus sonrisas, en su piel, en su olor… Pero no, esta noche era suya y Santi no estaba ahí, sin embargo, evitar voltear hacia la Torre, finalmente lo obligó a pensar en él. De pronto sintió un vacío tremendo en la punta del estómago, sintió que había hecho algo malo, como si le hubiera sido infiel al “Flaco”, como llamaba cariñosamente a Santiago. Comenzó a pensar una y otra vez el porqué sentía eso, si finalmente no eran más que amigos, si Santi tenía su vida en las manos y no le interesaba hacer nada con ella; se sintió un tonto por estar así, pero de pronto, el CD del auto le regaló “Crime”, de NajwaJean, que le hizo comprender mucho de lo que sentía al escuchar la rasposa voz de la Nimri cantando “I’m wondering if this is a crime when you see me smile, is this a crime when I pass aside with a little smile? I’m sorry but I feel it…” y de pronto regresó la sonrisa de Salvador a su cabeza, sus dientes blancos que podían haberse confundido con las estrellas de esa madrugada en la ciudad.
Al llegar a casa, no dijeron palabra, Papo y Sebas fueron a sus respectivas camas y, a pesar de sufrir de insomnio crónico, esa noche Sebastián durmió como un bebé, sin ropa y sin preocupaciones, con una nueva ilusión.
En la mañana todo fue normal: la alarma de las ocho, la regadera a las ocho quince, la diaria pugna por elegir la corbata adecuada, servirle el desayuno a Papo mientras dan el clima en el noticiero y antes de sacar el coche, porque si lo hace cuando dan los espectáculos, es retardo seguro. Esa mañana todo parecía normal, igual que cualquier otra mañana de lunes, sin embargo, al tomar el celular del dock donde lo cargaba durante la noche, Sebastián observó que había un mensaje nuevo en la pantalla. “Ya te extraño…”, decía. Por un momento cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que fuera de Santi, con quien nunca hablaba los fines de semana, Santi los pasaba con “el estilista ese” (que para Sebas no merecía ni nombre), porque una vez que se decían “Nos vemos” el viernes en el Messenger, no sabían nada el uno del otro hasta el lunes; Sebastián solía escribirle mensajes casi diario antes de dormir, incluso los fines de semana, enviándolos con miedo de meterlo en problemas porque alguien más los leyera y, al mismo tiempo, con una esperanza tonta de que Santi le respondiera alguno… pero nunca lo hacía. Abrió los ojos de nuevo y vio los detalles del mensaje, era de Salvador.
Una sonrisa nueva embargó su expresión: no había soñado lo de la noche anterior. A veces le daba miedo darse cuenta de que comenzaba a creer reales cosas que habían sucedido sólo en su cabeza, como cuando despertaba pensando que había pasado la noche con Santi, que habían hecho el amor hasta la madrugada y que si ya no estaba en la cama cuando él abría el ojo era porque seguramente había tenido una junta temprano en la oficina. Pero no era así, nunca le había hecho el amor a Santi, nunca en la realidad, pues en sus sueños, se lo hacía cada noche, a veces tiernamente, a veces salvaje, pero siempre diferenciándolo de lo que hiciera esa noche con cualquier otro hombre en la cama, porque sólo con Santi el sexo era con amor (aunque fuera sólo en su imaginación).
Y vaya que habían pasado hombres a últimas fechas por la cama de Sebastián. Desde que terminó con Marco, hacía ya más de un año, se había “dado la oportunidad” de salir con cuanto chico le gustara. Ninguno de ellos durmió en su cama más de una noche, muchos de ellos ni siquiera llegaron a terminar la noche ahí, Sebas no podía dormir si volteaba y veía a alguien en la cama, alguien que no fuera el Flaco. Lo más cercano a una relación que había tenido en ese periodo fue Francois, un estudiante de actuación de veintitrés años, hijo de franceses, que no pronunciaba bien el español y adoraba a Papo, quien terminó odiándolo por llamarlo “Santiago” en la cama en más de una ocasión.
Luego vino Sachett, otro francés…era extraño que sin tener nada qué ver con la tierra del vino, hubiera salido con dos hijos suyos en menos de seis meses. Sachett era fotógrafo, y bastante bueno, creía Sebastián, vivía cerca y siempre tenía un buen modo de pedir las cosas y un excelente tema de conversación. Cuando llegó el momento de hablar de una relación, Sebas se detuvo, se colapsó ante la idea de que si Santi se enteraba de que tenía novio, tal vez significaría perderlo para siempre, y de nuevo, se dejó llevar por el miedo, por el miedo a perder a Santi, a un fantasma a quien en realidad nunca había tenido, pero que, sin embargo, era tan suyo… Y se lo dijo, hizo un ejercicio de honestidad con Sachett al confesarle que “quería casarse”, que de verdad lo soñaba, una boda con pastel y todo, pero que, desgraciadamente, no era con él. Sachett lo tomó como un caballero, le deseó la mejor de las suertes, pero lo evitó en cada fiesta en la que coincidieron, hasta, poco a poco, dejarle de hablar y desaparecer de su vida al irse a estudiar a Berlín.
La cabeza de Sebastián podría explotar en ese momento. Tantos rostros y recuerdos, ¡y aún no eran las nueve de la mañana! Y, encima de todo, la sonrisa de Salvador, y sus piernas largas, dignas de alguien de un metro ochenta y cinco de estatura, cuatro centímetros más alto que el mismo Sebas. Era demasiado.
“Britney chocó de nuevo”. Escuchó en el noticiero, ya era tarde, nueve menos diez. Corrió y llegó un minuto tarde al trabajo, se sentía fatal, si algo molestaba a Sebastián en el mundo era la impuntualidad. El día transcurrió agradable, el jefe estaba en una junta en otra ciudad, la comida fue amena, se mordió la lengua para no contarle a Kari, su única verdadera amiga en la oficina lo que había pasado, para no precipitarse, por el miedo a escuchar un “¿Otro? ¡Tú no entiendes!” como respuesta al relato de su noche anterior por parte de su amiga, quien solía escucharle todas sus aventuras al siguiente día de que sucedieran.
Antes de imaginarlo dieron las siete de la tarde. En un acopio de calma, Sebas fue a casa a bañarse, cambiar el traje por unos jeans y dedicarle cinco minutos a Papo. A las siete cuarenta y cinco partió, con innegables nervios, a la casa de Salvador, a la dirección que le dio por teléfono y que marcó en una hoja que arrancó de la Guía Roji, con la esperanza de que la tuviera que memorizar bien, de que no fuera la primera y última visita.
Al llegar se acomodó el cinturón y se quitó el manos libres de la solapa. Tomó la botella de vino que había comprado para la cena del asiento de atrás y tocó el timbre. Salvador apareció de inmediato, en unos jeans negros y camisa blanca con las mangas alzadas.
“Traje vino tinto”. Salvador respondió con una sonrisa y, después de observar de reojo que no hubiera nadie cerca, cerró la puerta y le dio un beso. “Me encanta el tinto, va con tus labios”.
- - - - Próxima semana... "Del parque al tinto, del tinto al sol" (Pt. 2) - - - -