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novo... ideas from a lovely head

"No voy a contar esta historia tal como sucedió, voy a contarla tal como la recuerdo... o tal como la imagino, para que cada resto del sueño de la jornada se transforme en palabras, palabras que formen una historia, una historia en la que estemos tú y yo, siempre, volando por el universo..."

III. Del parque al tinto, del tinto al sol (Pt. 2) junio 19, 2008 |

Atravezaron la puerta. La casa de Salvador tenía un gran jardín que a su vez hacía de cochera. Tuvieron que cruzarlo pisando en los adoquines instalados sobre el pasto verde, ténuemente alumbrado por lámparas de niebla encayadas en la tierra, formando un camino hacia la entrada principal de la casa. Sin embargo, no entraron a ella. Sebas se sorprendió un poco, pero Salvador le dio la mano y lo llevó, rodeando la casa, hacia donde se veía una luz débil que iba creciendo a cada paso: era una pequeña casa a un costado de la principal, "es la casa de huéspedes", dijo Salvador. "Bienvenido, yo vivo aquí".

Sebastián se sintió aliviado, si Salvador vivía en una casa de huéspedes, seguramente no se encontraría con la familia, cuestión que había venido temiendo desde que salió de casa. "Sabrá mi apellido? No recuerdo habérselo dicho", como siempre, se sentía hecho un manojo de nervios, más aprehensivo a cada minuto, sin embargo, al entrar, fue recibido por el sutíl olor a manzana y canela de las velas con las que Salvador había alumbrado la mesa para la velada. "Perdóname, quería cocinar, pero tuve dificultades técnicas que no querrás conocer... así que mejor encargué una pizza". Ambos rieron, la idea de la pizza rompía el hielo, y aunque no se llevara del todo (de nada) con el tinto, Sebastián se sintió más cómodo.

La cena transcurrió tranquila, comieron con las manos, Sebas le contó a Salvador el porqué disfrutaba tanto comer así, pues "cuando era niño, mi mamá nos obligaba a comernos hasta un plátano con cubiertos, era horrible! desde que dejé de vivir en su casa, aproveché para usar las manos a manera de cubiertos cada vez que tenía oportunidad". La sonrisa de Salvador iluminaba la velada a media luz, sus dientes blancos y sus ojos brillaban más que el fuego de las velas, Sebas moría por besarlo, pero no se atrevió. En su mente seguían enmarañándose tantas ideas que estaba imposibilitado para hacer dos cosas a la vez, y en el momento, lo políticamente correcto era terminarse la pizza.

"¿Vamos al jardín? Te quiero enseñar algo", pidió Salvador, a lo cual, asintiendo con la cabeza como un niño, Sebas dijo que sí. Salieron y se sentaron en el pasto, mirando hacia el cielo. "¿Ves esas luces? Son las luciérnagas de la familia", Sebastián sonrió, nervioso, en algun punto entre el sentarse y mirar las luciérnagas, Salvador estaba a menos cinco milímetros de distancia de él. "¿Qué me pasa? Parezco nuevo...", pensó, y al hacerlo, decidió colocar su brazo alrededor de la espalda de Salvador, quien, de la nada, se recostó en su regazo, a la distancia exacta para que Sebas pudiera hacerle piojito en el cabello, que se sentía suave y terso. Se acercó un poco, poniendo su barbilla sobre la oreja de Salvador. "¿Te puedo dar un beso?", le preguntó. Salvador se levantó abrúptamente, haciendo crecer sus ya desarrollados nervios. "No preguntes, hazlo", dijo Salvador, acercándo lentamente su boca a la de Sebastián. Se besaron. Las manos comenzaron a buscar refugio, Sebastián comenzó a recorrer su espalda, despacio, trasladándose de cuando en cuando al pecho de Salvador, quien le seguía besando el cuello, despacio, como si buscara que Sebas sintiera calosfrios... y lo consiguió.

Entraron a la casa, arreglándoselas mutuamente para caminar sin dejar de besarse, como si tuvieran la necesidad de mantener juntos sus labios, como si quisieran volverse uno, y que el beso durara toda la noche. Y así comenzaron, la ropa estorbando, los grillos cantando, ellos sin decir palabra, acariciandose la lengua entre sí, para que, al hacerlo, se dijeran todo lo que tenían que decir sin usar vocablos, mordidas en el cuello, combinación de sudores, pasión. Sentían que esa noche no necesitaban más ropa que la piel o más perfume que el que expedían sus cuerpos.

El cielo se sentía mucho más cerca de lo que pensaban, sus cuerpos enredados como sus almas, sin preocuparse si esa noche sería única o se repetiría para siempre, no existían palabras, ni ideas, sólo una fantasía que experimentaron en cada recoveco de sus cuerpos. De fondo "Enero en la playa", entonando frases que no se distinguían entre la maraña de gemidos y exalaciones, que hacían eco al sonido de sus manos recorriendo sus cuerpos mutuamente, que armonizaban con las sonrisas encriptadas y las miradas cruzadas, que, poco a poco, terminaron por extinguirse, como las velas, como la noche, su primera noche juntos, la primera en la que durmieron abrazados, sobre la alfombra donde se desarrolló su ardid.

De pronto, el sonido del celular de Sebas de nuevo, ese que parecía haber escuchado apenas hace unas horas... Las ocho. Al abrir los ojos, Sebastián vio el cuerpo desnudo de Santiago, iluminado por el sol de la mañana, su piel blanca era demasiado hermosa, tanto que por un momento pensó que tenía a su lado un maniquí con la expresión de un bebé durmiendo en el rostro. Era perfecto, la imagen perfecta para iniciar el día. Lo miró durante varios minutos, que parecieron horas, explorando cada centímetro de su cuerpo inerte, su pecho, su torso, sus piernas... De pronto el maniquí abrió los ojos, "Hello, stranger", dijo, con una voz tierna, perdida en una tímida sonrisa. "¿Qué hora es?", Sebastián respondió que las ocho y media, levantándose a buscar su ropa. Salvador lo veía, sonriente, sin levantarse. "Ya no llegaste a la oficina, rey", dijo, en tono burlón, "¿Por qué no mejor me dejas hacerte el desayuno y nos quedamos aquí toda la mañana? Y no te vistas, podría comerme los hoyuenlos de tus nalguitas". Los dos sonrieron. Ambos tomaron el celular para inventarse una enfermedad extraña, altamente contagiosa, que les impediría presentarse en sus respectivas oficinas.

Sebastián se despojó de la poca ropa que había logrado ponerse. Tenía la costumbre de ponerse los calcetines antes que la ropa interior y la playera antes que el pantalón, siempre había sido asi. Se recostó sobre el brazo de Salvador, jugaron por horas, se hicieron cosquillas, se escribieron frases con el dedo índice sobre la piel desnuda, intentando adivinar lo que decían a ojos cerrados. "Me encantas", "Gracias", "Hermoso", "Sueño", fueron algunas de las frases que, haciendo trampa de vez en cuando, pudieron descifrar. Sebas quería escribir "Te quiero", pero le dio miedo hacerlo, la premura, no quería mostrarse demasiado "fácil". Sin embargo no fue a trabajar, incluso cuando tenía una imposibilidad absoluta para llegar cinco minutos tarde a la oficina, incluso en aquella ocasión en la que una camioneta golpeó su coupé y no quiso detenerse para llamar al seguro por no llegar tarde a su escritorio. Así de aprehensivo era Sebastián. Pero esa mañana estaba contagiado por la serenidad de Salvador, no quería dejar de oler el aroma de su piel, de jugar con los vellos rubios de su pecho entre sus dedos.

Horas después se levantaron, se vistieron a medias y prepararon el desayuno, que para esa hora debía ser comida ya, disfrutaron juntos de esos huevos revueltos con jamón y del jugo de naranja enlatado que sirvió Salvador. Decidieron ver una película, escogieron "Amelie". Así se les fue la tarde, sin separarse, respirando al unísono, sonriendo y poniéndose apodos relacionados con las partes divertidas de sus cuerpos. Sebastián se sentía protegido, pleno, ni siquiera el fantasma de Santi los acompañaba esa tarde lluviosa, esa tarde en la que miraron el cielo juntos, sin pensar en el mundo del otro lado del cristal.

- - - - Próxima semana... "Corazón de chicle" - - - -

II. Del parque al tinto, del tinto al sol (pt. 1) junio 09, 2008 |

Sebastián sonrió al observar cómo Salvador giraba la cabeza, como un niño, diciendo que no, “entonces vamos de nuevo al parque, ¿va?”, dijo Sebas, como aliviado de tener un interlocutor durante más tiempo. Caminaron una cuadra. Papo se erguía cual galgo; secretamente siempre había pensado que era un perro enorme, digno de respetarse, y como tal se comportaba, esta vez no brincaba como Tambor, el amigo de Bambi, caminaba elegante y apacible, permitiendo a sus compañeros conversar sin distracciones.

Dieron un par de vueltas en el parque, rodeando de manera divertida los charcos con lodo, que los tres evitaban: las sandalias y la estética canina nunca se llevaban bien con el lodo. Mientras Sebastián explicaba las actividades que le daban de comer, en el departamento de finanzas de una automotriz transnacional, Salvador le escuchaba con una concentración extraordinaria, con ese poder que tienen pocas personas en el mundo para hacerte sentir único mientras te escuchan, como si fueras la última persona en el mundo, como un zar dictando una nueva ley o Moisés leyendo las tablas bíblicas… Sebas se sentía valorado, especial.

No había pasado más de media hora de caminata, cuando se sentaron en la fuente, una extraña fuente de piedra, que emulaba un arrecife natural en el centro de un lago, con un pequeño puente de madera que, extrañamente, no tenía dirección, que comenzaba del lado izquierdo de las rocas, pero se detenía abruptamente en el otro extremo, sin dejar a los que lo cruzaran efectivamente hacerlo. “Este puente está cagado, ¿no? No lleva a ningún lado”, le dijo Salvador. Él respondió que sí, “por eso me gusta, a veces las ilusiones son más bonitas que la realidad”.

En ese momento, la noche parecía haberse detenido, no repararon en los corredores nocturnos del parque, o en el taxi que abordaba una joven pareja en la esquina, en ese momento sólo eran ellos dos… y Papo, quien brincó en ese momento sobre Salvador, rasguñándole débilmente la pierna, provocando que éste se inclinara un poco sobre Sebas… Y así, de la nada, sin advertencia alguna, se besaron. Papo los observaba desde el piso, sentadito en dos patas, parando las orejas, como si estuviese presenciando algo sumamente importante y, al mismo tiempo, incomprensible. Se besaron sin importarles la gente que pudiera haber alrededor, sin importar lo que pensaran la noche o el perro, sin importar que llevaran sólo unas horas de conocerse, porque esas horas parecían una vida.

El beso fue largo, lo suficientemente húmedo para hacerlo atrevido y lo suficientemente respetuoso para hacerlo oportuno. Al terminar, Sebas bajó la mirada, sonriendo, luego levantó la cabeza hacia atrás y vio a Salvador observándolo, “¿Qué tengo?”, dijo nervioso, “Nada, pero acabas de besarme”. Sebastián sonrió y respondió “Hey chavo! Perdóname pero tú me besaste!” y comenzaron de nuevo un juego que les llevó otros tres minutos de sonrisas discutiendo quién besó a quién, hasta que, de la nada, Salvador lo besó de nuevo, esta vez sujetándolo por la cintura, con más fuerza, repitiendo esa magia del primero y multiplicándola por dos. “Ahora sí te besé, ¿cómo ves?”, dijo Salvador. Él lo abrazó, se sentía tan bien estar en los brazos de alguien de nuevo…

De pronto recordó que Papo los esperaba, y al voltear hacia abajo, vio que el enano corría hacia debajo de la fuente, durante el segundo beso (¿o tal vez durante el primero?), le soltó la correa y ahora iba brincando como liebre hacia quién sabe dónde. Sebastián se incorporó y fue tras él, gritándole “Hey Papo, ven acá, cabrón!”, palabras que de alguna manera, el schnauzer ya conocía, así que se detuvo, dándole oportunidad de alcanzar la correa y darle dos vueltas en la muñeca.

Antes de voltear a buscar a Salvador, se percató que ya estaba a su lado, agachándose para rascar la cabeza del perro, algo que tanto le gustaba y con lo que todo el mundo se ganaba su cariño. “Ya me tengo que ir, este cabrón me va a volver loco”, dijo Sebastián, “¿ahora sí me das tu teléfono?”. Salvador volvió a girar la cabeza como en la puerta del café, desconcertándolo, haciendo que su mente no dejara de dar vueltas pensando qué podía haber hecho mal para que no le quisiera dar su número, pero si se acababan de besar, por Dios!

“Te invito a mi casa”. Sebastián no supo que responder, era domingo, mejor dicho, ya era lunes, era la una de la mañana y había que estar en la oficina a las nueve. “Me encantaría, Chavito, pero mañana trabajo, bueno, al rato… ¿podemos dejarlo para después?”. Salvador no respondió. Se produjo un silencio que ninguno de los dos supo detener, hasta que Papo ladró y, de nuevo, salvó la noche. “OK, ¿qué tienes que hacer digamos…. mañana?”. Sebas sonrió, diciendo irónicamente “Me parece muy precipitado, pero veremos qué huequito puedo hacer en mi agenda para que…”, y fue abruptamente detenido por un beso, otro beso que no lo dejaba despertar de su sueño.

Intercambiaron números, Sebas y Papo llevaron a Salvador a su coche, alegando que ellos venían acompañados el uno del otro. Se dieron un último beso antes de que él subiera a su Explorer gris. Luego Sebas llevó a Papo al coche. El camino de regreso se sintió cortísimo, inmediato. Decidió tomar la ruta número tres de las muchas que lo conducían a casa, por el Periférico, por el distribuidor que lo dejaba ver la ciudad desde arriba y sentir el viento fresco sobre su rostro, porque siempre bajaba el cristal de la puerta de su lado al manejar.

Al dar vuelta para tomar el distribuidor vial, Sebastián evitó ver la Gran Torre, ese edificio enorme, el más alto de la ciudad, que se encontraba a la vuelta del departamento de Santi, pues cada vez que veía dicha construcción, desde cualquier parte de la ciudad y haciendo lo que estuviere, comenzaba a pensar en Santi y en sus palabras, en sus sonrisas, en su piel, en su olor… Pero no, esta noche era suya y Santi no estaba ahí, sin embargo, evitar voltear hacia la Torre, finalmente lo obligó a pensar en él. De pronto sintió un vacío tremendo en la punta del estómago, sintió que había hecho algo malo, como si le hubiera sido infiel al “Flaco”, como llamaba cariñosamente a Santiago. Comenzó a pensar una y otra vez el porqué sentía eso, si finalmente no eran más que amigos, si Santi tenía su vida en las manos y no le interesaba hacer nada con ella; se sintió un tonto por estar así, pero de pronto, el CD del auto le regaló “Crime”, de NajwaJean, que le hizo comprender mucho de lo que sentía al escuchar la rasposa voz de la Nimri cantando “I’m wondering if this is a crime when you see me smile, is this a crime when I pass aside with a little smile? I’m sorry but I feel it…” y de pronto regresó la sonrisa de Salvador a su cabeza, sus dientes blancos que podían haberse confundido con las estrellas de esa madrugada en la ciudad.

Al llegar a casa, no dijeron palabra, Papo y Sebas fueron a sus respectivas camas y, a pesar de sufrir de insomnio crónico, esa noche Sebastián durmió como un bebé, sin ropa y sin preocupaciones, con una nueva ilusión.

En la mañana todo fue normal: la alarma de las ocho, la regadera a las ocho quince, la diaria pugna por elegir la corbata adecuada, servirle el desayuno a Papo mientras dan el clima en el noticiero y antes de sacar el coche, porque si lo hace cuando dan los espectáculos, es retardo seguro. Esa mañana todo parecía normal, igual que cualquier otra mañana de lunes, sin embargo, al tomar el celular del dock donde lo cargaba durante la noche, Sebastián observó que había un mensaje nuevo en la pantalla. “Ya te extraño…”, decía. Por un momento cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que fuera de Santi, con quien nunca hablaba los fines de semana, Santi los pasaba con “el estilista ese” (que para Sebas no merecía ni nombre), porque una vez que se decían “Nos vemos” el viernes en el Messenger, no sabían nada el uno del otro hasta el lunes; Sebastián solía escribirle mensajes casi diario antes de dormir, incluso los fines de semana, enviándolos con miedo de meterlo en problemas porque alguien más los leyera y, al mismo tiempo, con una esperanza tonta de que Santi le respondiera alguno… pero nunca lo hacía. Abrió los ojos de nuevo y vio los detalles del mensaje, era de Salvador.

Una sonrisa nueva embargó su expresión: no había soñado lo de la noche anterior. A veces le daba miedo darse cuenta de que comenzaba a creer reales cosas que habían sucedido sólo en su cabeza, como cuando despertaba pensando que había pasado la noche con Santi, que habían hecho el amor hasta la madrugada y que si ya no estaba en la cama cuando él abría el ojo era porque seguramente había tenido una junta temprano en la oficina. Pero no era así, nunca le había hecho el amor a Santi, nunca en la realidad, pues en sus sueños, se lo hacía cada noche, a veces tiernamente, a veces salvaje, pero siempre diferenciándolo de lo que hiciera esa noche con cualquier otro hombre en la cama, porque sólo con Santi el sexo era con amor (aunque fuera sólo en su imaginación).

Y vaya que habían pasado hombres a últimas fechas por la cama de Sebastián. Desde que terminó con Marco, hacía ya más de un año, se había “dado la oportunidad” de salir con cuanto chico le gustara. Ninguno de ellos durmió en su cama más de una noche, muchos de ellos ni siquiera llegaron a terminar la noche ahí, Sebas no podía dormir si volteaba y veía a alguien en la cama, alguien que no fuera el Flaco. Lo más cercano a una relación que había tenido en ese periodo fue Francois, un estudiante de actuación de veintitrés años, hijo de franceses, que no pronunciaba bien el español y adoraba a Papo, quien terminó odiándolo por llamarlo “Santiago” en la cama en más de una ocasión.

Luego vino Sachett, otro francés…era extraño que sin tener nada qué ver con la tierra del vino, hubiera salido con dos hijos suyos en menos de seis meses. Sachett era fotógrafo, y bastante bueno, creía Sebastián, vivía cerca y siempre tenía un buen modo de pedir las cosas y un excelente tema de conversación. Cuando llegó el momento de hablar de una relación, Sebas se detuvo, se colapsó ante la idea de que si Santi se enteraba de que tenía novio, tal vez significaría perderlo para siempre, y de nuevo, se dejó llevar por el miedo, por el miedo a perder a Santi, a un fantasma a quien en realidad nunca había tenido, pero que, sin embargo, era tan suyo… Y se lo dijo, hizo un ejercicio de honestidad con Sachett al confesarle que “quería casarse”, que de verdad lo soñaba, una boda con pastel y todo, pero que, desgraciadamente, no era con él. Sachett lo tomó como un caballero, le deseó la mejor de las suertes, pero lo evitó en cada fiesta en la que coincidieron, hasta, poco a poco, dejarle de hablar y desaparecer de su vida al irse a estudiar a Berlín.

La cabeza de Sebastián podría explotar en ese momento. Tantos rostros y recuerdos, ¡y aún no eran las nueve de la mañana! Y, encima de todo, la sonrisa de Salvador, y sus piernas largas, dignas de alguien de un metro ochenta y cinco de estatura, cuatro centímetros más alto que el mismo Sebas. Era demasiado.

“Britney chocó de nuevo”. Escuchó en el noticiero, ya era tarde, nueve menos diez. Corrió y llegó un minuto tarde al trabajo, se sentía fatal, si algo molestaba a Sebastián en el mundo era la impuntualidad. El día transcurrió agradable, el jefe estaba en una junta en otra ciudad, la comida fue amena, se mordió la lengua para no contarle a Kari, su única verdadera amiga en la oficina lo que había pasado, para no precipitarse, por el miedo a escuchar un “¿Otro? ¡Tú no entiendes!” como respuesta al relato de su noche anterior por parte de su amiga, quien solía escucharle todas sus aventuras al siguiente día de que sucedieran.

Antes de imaginarlo dieron las siete de la tarde. En un acopio de calma, Sebas fue a casa a bañarse, cambiar el traje por unos jeans y dedicarle cinco minutos a Papo. A las siete cuarenta y cinco partió, con innegables nervios, a la casa de Salvador, a la dirección que le dio por teléfono y que marcó en una hoja que arrancó de la Guía Roji, con la esperanza de que la tuviera que memorizar bien, de que no fuera la primera y última visita.

Al llegar se acomodó el cinturón y se quitó el manos libres de la solapa. Tomó la botella de vino que había comprado para la cena del asiento de atrás y tocó el timbre. Salvador apareció de inmediato, en unos jeans negros y camisa blanca con las mangas alzadas.

“Traje vino tinto”. Salvador respondió con una sonrisa y, después de observar de reojo que no hubiera nadie cerca, cerró la puerta y le dio un beso. “Me encanta el tinto, va con tus labios”.


- - - - Próxima semana... "Del parque al tinto, del tinto al sol" (Pt. 2) - - - -

I - Con la lluvia entre los dedos de los pies... junio 02, 2008 |

“No voy a contar las cosas de la forma en que ocurrieron, voy a contarlas de la forma en la que las recuerdo… incluyendo uno que otro sueño (realizado o no) en el intento”.

Esa tarde era soleada, con un viento fresco, de esos que sólo se sienten en mayo en la ciudad de México. Sebastián y Papo, su juguetón e histérico schnauzer miniatura habían caminado por alrededor de una hora en el parque, ese parque que les quedaba tan lejos de casa, pero que era el único refugio que encontraban para ellos, para los dos, donde podían caminar libres entre la gente, entre los demás perros y los niños (que Papo pensaba que eran una raza de perros muy extraña y siempre le inquietaban mucho).

Sebastián decidió detenerse en su café favorito antes de subir al coche y regresar a la aburrida vida casera del domingo en la tarde. Ese lugar era especial, pues realmente era una ludoteca, una librería con cafetería incluida donde se tomaba el mejor chai Shiva Song de la ciudad, a la vez que escuchaba buena música, además de que las mascotas son bienvenidas, por lo cual Papo no tenía que quedarse encerrado en el auto media hora mientras Sebas tomaba su té.

Esa tarde se escuchaba a Cat Power, o al menos eso fue lo que Sebastián pudo reconocer cuando entró y se sentó en su mesa favorita, una mesa para dos personas que, a diferencia de todas las demás del lugar (unas ocho en total), que tienen sillas de madera bajitas y poco acogedoras, tiene dos siloncitos de piel de cabra desgastada, cómodos y amplios, en los cuales se sentaron a escuchar “The greatest”, que emanaba del techo, donde están colocadas las bocinas del café.

No era necesaria la carta, el menú ya lo conocía a la perfección. “Un shiva song y una rebanada de pay de elote, por favor”, le pidió Sebastián al mesero, para después comenzar a hojear esa revista que era su placer culposo, su ejemplar de Mayo de Vogue Hombre, la cual nunca leería en presencia de otras personas, por temor a convertirse en un cliché más del gay de veintitantos leyendo revistas de moda. No, Sebastián se tomaba muy en serio su actitud en la vida como para dejar que la gente pensara que realmente gastaba tiempo y dinero en atender su ego y tenía una colección de sandalias, con las que siempre caminaba con Papo los domingos en el parque, los domingos como ese.

Y precisamente ese día iba vestido como en un reportaje llamado “Vive el verano”, con unos jeans, que habían pasado hace muchísimas puestas del término “desgastados” a “rotos”, con varias aberturas que recorrían sus piernas de un extremo a otro, sin que pudiera evitar mostrar los poco sexy bóxers que en esa ocasión llevaba puestos como ropa interior, a rayas grises con verdes. Llevaba también una playera Hanes, blanca, de cuello “V”, de esas que se habían convertido en su nueva afición desde que decidió no usar los calcetines blancos sólo una vez, para después tirarlos. Las sandalias de ese día eran unas Scappino verde limón, ideales para caminar en el parque y finalmente cómodas para hacer los cambios en el auto de caja manual que conducía.

Mientras hojeaba la revista, Sebastián volteó de reojo a su izquierda, a la mesa contigua. Había un chico sentado, no se atrevió a cruzar miradas con él, porque, por lo que se veía, el joven era apuesto y el nivel de autoestima de Sebas no era el mejor en esos momentos. Pero sí vio sus piernas, y lo que miró le gustó: el vecino de mesa tenía unas piernas largas, con escaso vello rubio que se veía gracias a que usaba unas cómodas y funcionales bermudas cargo, de color marrón. La playera era amarilla, fue lo único que notó al no levantar más la mirada.

Cuando miró las piernas del comensal de al lado, no pudo evitar pensar en las de ese otro jovencito de piel blanca y corazón limpio de quien había estado enamorado desde hacía ya muchos meses: Santiago, ese chico a quién nunca había visto como un hombre, a pesar de sus ya veintidós años, ese chico que para él seguía siendo un niño juguetón, a quien imaginaba andando en bicicleta, cometiendo travesuras, incluso jugando con canicas… pero no, sí era un hombre, y un hombre que había entrado en la vida de Sebastián para quedarse. Sin embargo, por más esfuerzos que Sebastán hizo durante todos esos meses, Santiago nunca le hizo caso, nunca pudo ofrecer más que una amistad como respuesta a las propuestas de una vida juntos que Sebastián le hizo de manera constante durante todo ese tiempo.

“¡Tengo que dejar de pensar en ti, tienes que salir de mi vida!”, era todo lo que pensaba Sebas en esos momentos, pero de pronto, un gemido de Papo le recordó lo mucho que amaba a Santi, lo mucho que desearía que fueran tres en esa mesa, y que al menos dos de ellos pudieran hablar… Pero era domingo, Santi estaba con su novio, un estilista a quien habían acordado meses atrás no mencionar en sus conversaciones, que a esas fechas, se limitaban a pláticas en horarios de oficina mediante el “Messenger”, que Sebas tenía instalado de contrabando en la computadora de su oficina.

El mesero lo salvó de ahogarse de nuevo en ese pensar en Santi que ya no sabía cuándo comenzaba o terminaba, porque soñaba con él todas las noches y lo primero que hacía al despertar era rezar una extraña oración judía que había aprendido de su madre cuando niño, rezarla por él, por Santi, porque tuviera el mejor de los días, porque fuera feliz, aunque Santi ni imaginara que lo hacía, y así pensaba durante todo el día, hasta llegar a la cama y soñarlo de nuevo. “Buen provecho”, la frase salvadora, Sebas respondió un “Gracias” que venía de su alma, no para agradecer el comentario del mesero, sino por rescatar su mente del maremoto de ideas que la imagen de Santi provocaba en ella.

Al retirarse el mesero, Sebastián escuchó al comensal de las piernas largas pedirle la cuenta; tenía una voz grave y agradable. Sebas no había mirado aún su rostro, pero por lo que escuchaba, parecía que el joven sonreía al hablar, eso siempre era muy lindo en un hombre para él. Mientras comía su pay y discutía con Papo sobre no subirse al sillón que quedaba libre en la mesa (porque era el lugar de Santi, el que pronto ocuparía), Sebas leía la revista sin dejar de pensar en sus sueños, hasta que, de la nada, escuchó un trueno, y un par de segundos después, al voltear hacia el cristal a sus espaldas para ver la calle, notó que llovía a cántaros. Era extraño, tanta lluvia, de la nada, en una tarde tan apacible como esa... En fín, regresó a lo suyo.

Sebas no notó cuando el mesero le llevó la cuenta al comensal de la mesa de la izquierda, pero de pronto pidió su propia cuenta, el mesero la llevó enseguida. “¿Me tardé mucho en comer?”, pensó. Era extraño que le llevaran la cuenta tan rápido en ese café, sin embargo, no pudo responderse a sí mismo, hacía un buen rato que no tenía idea de qué hora era, lo que siempre le pasaba al pensar en Santi. Levantó la muñeca izquierda y observó que eran las ocho dieciséis. Un nuevo trueno le hizo voltear a la izquierda. Seguía lloviendo a cántaros. En ese momento no le importó, se levantó de la mesa, Papo brincó al saber que saldrían de nuevo, pero de pronto le embargó un pensamiento más, volteó hacia el suelo y vio sus pies blancos y aún secos, que había luchado por mantener limpios durante la caminata en el parque. Afuera llovía, el auto estaba a varias cuadras de ahí, Papo había hecho su visita mensual a la estética canina (cosa que lo estresaba sobremanera), no pudo más que suspirar y emitir un “Fuck!” que creyó haber pensado únicamente, pero no, lo dijo.

De pronto se escuchó una risilla, la voz sonaba conocida, Sebastián se giró y observó una sonrisa, la más hermosa que había visto esa tarde, tal vez la más hermosa que había visto en años. Era el comensal de la mesa de al lado. Esta vez sí lo vio al rostro, sus facciones finas, su nariz alargada y sus ojos color miel, que parecían ser dos trozos de ámbar protegidos por cejas hermosamente delineadas, masculinas y perfectas. “Sí, era rubio”, fue lo que Sebas pensó, y evitó sonrojarse demasiado rápido, pero fue tarde.

“Ustedes también están atrapados aquí, ¿verdad?, ya somos tres”, dijo sonriente el rubio de la playera amarilla, mientras agitaba los dedos de los pies sobre sus sandalias blancas. Sebastián no pudo evitar notar lo lindos que eran los pies del joven, pero su pensamiento fue irrumpido por un “Me llamo Salvador, ¿y tú?” que dijo el chico de la playera amarilla y la sonrisa perfecta, mientras extendía el brazo para saludar a Sebastián.

“Sebastián”, fue lo único que pudo musitar antes de que Salvador le preguntara “¿Y el enano?”, Sebas estaba tan nervioso que puso esa expresión que odiaba en su rostro, esa cara de “duuuuuh ¿?” que era el resultado del nerviosismo y la timidez que lo invadían de cuando en cuando. “Tu perro…”, a lo cual reaccionó inmediatamente diciendo “Ah! Se llama Papo, bueno… en realidad es Papi, pero le da un poco de pena que los demás perritos lo sepan, so… le decimos Papo de cariño”. Uff… pensó, un comentario divertido por fin, Salvador se rió muchísimo y el nerviosismo desapareció un poco.

Sebas se sentó de nuevo, pero no en su silloncito cómodo al lado de la pared, bajo ese cuadro de Klimt que tanto le gustaba: se sentó frente a Salvador. Papo comenzó a olerlo y por más intentos de Sebas de detenerlo, el chaparro no dejaba de brincar encima del rubio, quien parecía disfrutarlo, pues sonreía amablemente, mostrando esos dientes perfectos que se enmarcaban por sus rojos labios. “¿Vives por aquí?”, le preguntó Sebas. “No, para nada, vivo en el norte, pero me gusta venir aquí, mi hermana vive cerca y… bueno, bueno, no importa, no, vivo lejos, ¿y tú?”, “Yo vivo en el sur, muy al sur, pero ya ves… el chaparro sólo acepta venir a caminar a este parque, es lo malo de ser padre soltero”, respondió Sebas.

Y así comenzó la conversación, una plática amena, que ocupó toda la mente de Sebastián durante el tiempo que duró. Hablaron de cine, la película favorita de Sebas era Los amantes del círculo polar, la frase favorita de Salvador era “¿Quién te crees que eres? Susan Sarampión?”, los dos intentaban dejar de fumar y eran adictos a Facebook. Hablaron del clima, de la moda, del tránsito, sus trabajos, de hombres… Era evidente que Salvador era gay, no porque fuera “obvio”, sino por el comentario que hizo cuando Sebas mencionó a James Bond… “Grrrrr!”, dijo. Por un lado, Sebastián se sintió aliviado de que su interlocutor bateara en el mismo equipo que él, pero por otro, le regresó ese calor a la cabeza, ése que solía subir de su frente hacia arriba, poniendo rojas sus orejas y haciendo sudar las entradas cada vez más notorias en su negra cabellera.

De pronto sus risas fueron interrumpidas por el mesero, quién se acercó a comentarles que el café estaba a punto de cerrar (una educada y amable forma de correrlos…). Sin darse cuenta, habían estado hablando más de tres horas, eran las once y media de la noche y parecían haber pasado sólo cinco minutos. Voltearon hacia la calle a través del cristal: ya no llovía, era una buena noticia, sobre todo para Papo que estaba más que aburrido desde hacía seguramente un par de horas, sin embargo, Sebastián sintió un ligero hueco en el estómago, no quería irse, no quería regresar a su departamento solo con Papo, quería continuar, quería que esas tres horas se prolongaran mucho, lo más posible.

Poco a poco fueron dejando el café, la sonrisa de Salvador se evaporó también. Una vez en la puerta, Sebastián sacó su teléfono celular, con la intención de intercambiar números, sin embargo, antes de pedirlo, Salvador le dijo, haciendo cara de niño regañado: “¿Ya te vas?”, a lo cual, sorprendido, Sebas respondió que no, bueno, “no se, ¿ya te vas tú?”.

- - - - Próxima semana... "Del parque al tinto, del tinto al sol" - - - -