Atravezaron la puerta. La casa de Salvador tenía un gran jardín que a su vez hacía de cochera. Tuvieron que cruzarlo pisando en los adoquines instalados sobre el pasto verde, ténuemente alumbrado por lámparas de niebla encayadas en la tierra, formando un camino hacia la entrada principal de la casa. Sin embargo, no entraron a ella. Sebas se sorprendió un poco, pero Salvador le dio la mano y lo llevó, rodeando la casa, hacia donde se veía una luz débil que iba creciendo a cada paso: era una pequeña casa a un costado de la principal, "es la casa de huéspedes", dijo Salvador. "Bienvenido, yo vivo aquí".
Sebastián se sintió aliviado, si Salvador vivía en una casa de huéspedes, seguramente no se encontraría con la familia, cuestión que había venido temiendo desde que salió de casa. "Sabrá mi apellido? No recuerdo habérselo dicho", como siempre, se sentía hecho un manojo de nervios, más aprehensivo a cada minuto, sin embargo, al entrar, fue recibido por el sutíl olor a manzana y canela de las velas con las que Salvador había alumbrado la mesa para la velada. "Perdóname, quería cocinar, pero tuve dificultades técnicas que no querrás conocer... así que mejor encargué una pizza". Ambos rieron, la idea de la pizza rompía el hielo, y aunque no se llevara del todo (de nada) con el tinto, Sebastián se sintió más cómodo.
La cena transcurrió tranquila, comieron con las manos, Sebas le contó a Salvador el porqué disfrutaba tanto comer así, pues "cuando era niño, mi mamá nos obligaba a comernos hasta un plátano con cubiertos, era horrible! desde que dejé de vivir en su casa, aproveché para usar las manos a manera de cubiertos cada vez que tenía oportunidad". La sonrisa de Salvador iluminaba la velada a media luz, sus dientes blancos y sus ojos brillaban más que el fuego de las velas, Sebas moría por besarlo, pero no se atrevió. En su mente seguían enmarañándose tantas ideas que estaba imposibilitado para hacer dos cosas a la vez, y en el momento, lo políticamente correcto era terminarse la pizza.
"¿Vamos al jardín? Te quiero enseñar algo", pidió Salvador, a lo cual, asintiendo con la cabeza como un niño, Sebas dijo que sí. Salieron y se sentaron en el pasto, mirando hacia el cielo. "¿Ves esas luces? Son las luciérnagas de la familia", Sebastián sonrió, nervioso, en algun punto entre el sentarse y mirar las luciérnagas, Salvador estaba a menos cinco milímetros de distancia de él. "¿Qué me pasa? Parezco nuevo...", pensó, y al hacerlo, decidió colocar su brazo alrededor de la espalda de Salvador, quien, de la nada, se recostó en su regazo, a la distancia exacta para que Sebas pudiera hacerle piojito en el cabello, que se sentía suave y terso. Se acercó un poco, poniendo su barbilla sobre la oreja de Salvador. "¿Te puedo dar un beso?", le preguntó. Salvador se levantó abrúptamente, haciendo crecer sus ya desarrollados nervios. "No preguntes, hazlo", dijo Salvador, acercándo lentamente su boca a la de Sebastián. Se besaron. Las manos comenzaron a buscar refugio, Sebastián comenzó a recorrer su espalda, despacio, trasladándose de cuando en cuando al pecho de Salvador, quien le seguía besando el cuello, despacio, como si buscara que Sebas sintiera calosfrios... y lo consiguió.
Entraron a la casa, arreglándoselas mutuamente para caminar sin dejar de besarse, como si tuvieran la necesidad de mantener juntos sus labios, como si quisieran volverse uno, y que el beso durara toda la noche. Y así comenzaron, la ropa estorbando, los grillos cantando, ellos sin decir palabra, acariciandose la lengua entre sí, para que, al hacerlo, se dijeran todo lo que tenían que decir sin usar vocablos, mordidas en el cuello, combinación de sudores, pasión. Sentían que esa noche no necesitaban más ropa que la piel o más perfume que el que expedían sus cuerpos.
El cielo se sentía mucho más cerca de lo que pensaban, sus cuerpos enredados como sus almas, sin preocuparse si esa noche sería única o se repetiría para siempre, no existían palabras, ni ideas, sólo una fantasía que experimentaron en cada recoveco de sus cuerpos. De fondo "Enero en la playa", entonando frases que no se distinguían entre la maraña de gemidos y exalaciones, que hacían eco al sonido de sus manos recorriendo sus cuerpos mutuamente, que armonizaban con las sonrisas encriptadas y las miradas cruzadas, que, poco a poco, terminaron por extinguirse, como las velas, como la noche, su primera noche juntos, la primera en la que durmieron abrazados, sobre la alfombra donde se desarrolló su ardid.
De pronto, el sonido del celular de Sebas de nuevo, ese que parecía haber escuchado apenas hace unas horas... Las ocho. Al abrir los ojos, Sebastián vio el cuerpo desnudo de Santiago, iluminado por el sol de la mañana, su piel blanca era demasiado hermosa, tanto que por un momento pensó que tenía a su lado un maniquí con la expresión de un bebé durmiendo en el rostro. Era perfecto, la imagen perfecta para iniciar el día. Lo miró durante varios minutos, que parecieron horas, explorando cada centímetro de su cuerpo inerte, su pecho, su torso, sus piernas... De pronto el maniquí abrió los ojos, "Hello, stranger", dijo, con una voz tierna, perdida en una tímida sonrisa. "¿Qué hora es?", Sebastián respondió que las ocho y media, levantándose a buscar su ropa. Salvador lo veía, sonriente, sin levantarse. "Ya no llegaste a la oficina, rey", dijo, en tono burlón, "¿Por qué no mejor me dejas hacerte el desayuno y nos quedamos aquí toda la mañana? Y no te vistas, podría comerme los hoyuenlos de tus nalguitas". Los dos sonrieron. Ambos tomaron el celular para inventarse una enfermedad extraña, altamente contagiosa, que les impediría presentarse en sus respectivas oficinas.
Sebastián se despojó de la poca ropa que había logrado ponerse. Tenía la costumbre de ponerse los calcetines antes que la ropa interior y la playera antes que el pantalón, siempre había sido asi. Se recostó sobre el brazo de Salvador, jugaron por horas, se hicieron cosquillas, se escribieron frases con el dedo índice sobre la piel desnuda, intentando adivinar lo que decían a ojos cerrados. "Me encantas", "Gracias", "Hermoso", "Sueño", fueron algunas de las frases que, haciendo trampa de vez en cuando, pudieron descifrar. Sebas quería escribir "Te quiero", pero le dio miedo hacerlo, la premura, no quería mostrarse demasiado "fácil". Sin embargo no fue a trabajar, incluso cuando tenía una imposibilidad absoluta para llegar cinco minutos tarde a la oficina, incluso en aquella ocasión en la que una camioneta golpeó su coupé y no quiso detenerse para llamar al seguro por no llegar tarde a su escritorio. Así de aprehensivo era Sebastián. Pero esa mañana estaba contagiado por la serenidad de Salvador, no quería dejar de oler el aroma de su piel, de jugar con los vellos rubios de su pecho entre sus dedos.
Horas después se levantaron, se vistieron a medias y prepararon el desayuno, que para esa hora debía ser comida ya, disfrutaron juntos de esos huevos revueltos con jamón y del jugo de naranja enlatado que sirvió Salvador. Decidieron ver una película, escogieron "Amelie". Así se les fue la tarde, sin separarse, respirando al unísono, sonriendo y poniéndose apodos relacionados con las partes divertidas de sus cuerpos. Sebastián se sentía protegido, pleno, ni siquiera el fantasma de Santi los acompañaba esa tarde lluviosa, esa tarde en la que miraron el cielo juntos, sin pensar en el mundo del otro lado del cristal.
- - - - Próxima semana... "Corazón de chicle" - - - -